Queridos amigos y amigas:
El 26 de septiembre de 2016 vivimos un gran acontecimiento para Colombia y el mundo. Ese día se firmó en Cartagena de Indias, frente a jefes de Estado y testigos de todo el planeta, el acuerdo de paz entre el Estado colombiano y la guerrilla de las FARC. Un acuerdo que ponía fin a medio siglo de un cruento conflicto con el grupo ilegal armado más poderoso y más antiguo del hemisferio occidental.
No fue fácil llegar a ese momento. Se requirieron arduos años de negociaciones para que esa guerrilla admitiera dejar las armas, someterse a la autoridad de las instituciones estatales y reincorporarse –desarmada– a la vida civil y política.
Pero tampoco fueron fáciles los días que siguieron a aquel 26 de septiembre. Sometí el acuerdo de paz a un plebiscito en las urnas, y los votos por el No ganaron por mínimo margen a los votos por el Sí. ¡Algo difícil de creer!
Las mentiras y falsas noticias propagadas por una oposición obstinada –que prefería continuar la guerra antes que hacer las concesiones que supone todo acuerdo de paz– convencieron a la mitad de los votantes. Pero ese resultado no nos desalentó.
Escuchamos las objeciones de los opositores al acuerdo, nos sentamos a renegociarlo con las FARC y, finalmente, logramos un nuevo texto que incorporó la inmensa mayoría de las inquietudes formuladas. ¡Se salvó la paz, y más de trece mil guerrilleros dejaron el camino de la violencia, entregaron sus armas y retornaron a la legalidad!
Este camino tortuoso para acallar los fusiles fue reconocido, apenas cinco días después del desalentador resultado en el plebiscito, por el Comité Noruego del Nobel, que me entregó a mí –y en mi persona a los colombianos que hicieron posible el acuerdo de terminación del conflicto y a sus millones de víctimas– el máximo galardón de la paz. Pero también fue reconocido, en un gesto que agradecí sobremanera, por la Comunidad Franciscana al entregarme la Lámpara de la Paz de San Francisco de Asís.
En medio de este largo camino, Colombia contó siempre con el apoyo firme y decidido de la Iglesia católica, en cabeza nada menos que del papa Francisco.
Usted, querido cardenal Pietro Parolin, como secretario de Estado de la Santa Sede, ha sido testigo de excepción de este respaldo y no por nada nos acompañó en Cartagena aquel 26 de septiembre –hace algo más de siete años– para avalar con su presencia el compromiso de la Iglesia con la paz de Colombia.
Varias veces me reuní con el santo padre para ponerlo al tanto de los avances en la búsqueda de la paz y siempre recibí de su parte una voz de aliento y un compromiso de apoyo sin vacilaciones.
Recuerdo que, una vez que lo visité en el Vaticano, su santidad me dijo al saludarme: “Usted es la persona por la que rezo mucho, mucho”. Me sentí muy honrado y al tiempo –debo confesarlo– un poco preocupado… “Si el papa tiene que rezar tanto por mí, es que de verdad estoy en serios aprietos”, pensé.
Pero sí que sirvieron sus oraciones, así como el acompañamiento de la Iglesia. Al año siguiente de la firma del acuerdo de paz, tuvimos la dicha de recibir en Colombia al sumo pontífice, quien denominó a su gira “el primer paso hacia la reconciliación”.
Francisco fue a recordarnos que firmar la paz, con todos los esfuerzos que esto implica, es la parte más fácil del proceso. Lo más difícil es avanzar –comenzando por el primer paso– hacia una verdadera reconciliación, es decir, hacia la construcción de un país que supere los odios y rencores; que reconozca la verdad, repare a las víctimas y se comprometa con la convivencia pacífica.
Desde entonces hasta ahora, la implementación del acuerdo de paz ha ido avanzando, no sin pocos tropiezos, y hoy podemos decir con satisfacción que más del 90 por ciento de los excombatientes firmantes del acuerdo permanecen en la legalidad.
La violencia continúa, infortunadamente, en cabeza de unas fracciones disidentes y de otros grupos menores o bandas de narcotraficantes que insisten en sembrar terror y muerte.
¡Es la historia de la humanidad! Una historia de sombras y de luces, de esperanzas y desilusiones, que ha sido la constante hasta nuestros días, no solo en Colombia sino en el mundo entero.
¿Qué hay que hacer –nos preguntamos– para que los seres humanos dejemos de matarnos, de maltratarnos entre nosotros y de querer imponernos por la fuerza?
La respuesta, clara y contundente, la hubiera dado el cardenal Achille Silvestrini, ese gran diplomático de la paz cuyo centenario estamos celebrando: hay que DIALOGAR; siempre, en todo momento, hay que dialogar.
Porque solo el diálogo construye la posibilidad de un futuro de paz. Porque solo el diálogo es capaz, eventualmente, de acercar a los enemigos y de sentarlos en una mesa a construir una salida distinta a sus diferencias.
Cuando renunciamos al diálogo, renunciamos a la paz.
¿Y con quién se dialoga? No con los amigos, sino con los rivales, con los contradictores, con los que nos hacen la vida imposible. Porque solo hablando con ellos, con insistencia y persistencia, se puede llegar a la meta de la convivencia.
Mandela decía que la mejor arma es sentarse y dialogar.
Miremos los conflictos que ahora mismo alarman al mundo…
El cruento ataque de Hamás al pueblo de Israel, y las duras retaliaciones que han seguido. La invasión rusa a Ucrania. Las guerras continuadas en Siria, Libia, Yemen, el norte de África y tantas otras que no ocupan los titulares de los medios del mundo. La violación sistemática de los derechos humanos por gobernantes autoritarios.
Detrás de cada misil, de cada granada, de cada ataque y cada contraataque, se encuentra un común denominador: la renuncia al diálogo, la falta de persistencia en el diálogo, y la falta de fe en su capacidad para solucionar conflictos, por ancestrales que sean.
Cuando se clausuran las mesas de negociaciones, cuando se cortan los canales diplomáticos, cuando se desestiman las voces de los moderados, crecen la desesperanza, la ira y la impotencia, y al final son los radicales los que toman el control.
“La guerra es la continuación de la política por otros medios”, decía Clausewitz. Permítanme disentir del famoso militar prusiano. No podemos seguir de acuerdo con esta afirmación.
La guerra –simple y llanamente– es el fracaso de la política.
Por eso, ante los tambores de batalla, el clamor de venganza y la glorificación de la violencia alguien tiene que pararse y repetir lo obvio, eso que Gandhi resumió muy bien cuando exclamó: “Ojo por ojo, y el mundo acabará ciego”.
Apreciados amigos y queridos estudiantes del Colegio Universitario de Villa Nazareth:
Cuando el cardenal Domenico Tardini fundó esta escuela– que luego sería regida por el cardenal Silvestrini, y hoy por el cardenal Parolin– para albergar a estudiantes con grandes méritos académicos que necesitaran de un apoyo económico, tuvo un gran acierto.
Nada hay más importante que la formación y educación de los jóvenes –no solo en el campo académico, sino también en valores– para la generación de un mejor futuro para la humanidad.
Lo han dicho los grandes pensadores de todos los tiempos: “El cambio comienza por uno mismo”.
Las sociedades no cambian ni evolucionan por sí solas. Son las personas que las componen las que tienen la posibilidad de llevarlas a instancias de mayor progreso, felicidad y paz.
Nuestro mayor aporte a la paz, al cambio de conciencia para lograr el bien común, es que cada uno de nosotros trabaje en su paz interior, en la conexión con su esencia divina, en reconocer la tarea que le permita expresar lo mejor de sí.
Si cada quien manifiesta su luz, si cada quien –en su entorno– se convierte en un embajador de la paz, en un dador permanente de paz, todo empieza a cambiar de manera exponencial.
Las noticias nos muestran solo la fase oscura del planeta; ponen el foco sobre los lugares donde el odio y el miedo generan destrucción. Pero si alejamos la vista del televisor o del periódico y miramos alrededor, descubriremos que la inmensa mayoría de los seres humanos somos pacíficos, que queremos vivir en armonía, que trabajamos por el bienestar de los demás y por la construcción de un mundo mejor.
Es fácil caer en la desesperanza si pensamos que todo depende de otros. El mayor motivo de esperanza, en cambio, es darnos cuenta –de una vez y para siempre– de que todo depende DE NOSOTROS. Que somos responsables y cocreadores del mundo que habitamos y que, si creemos en el diálogo y la tolerancia, podremos tener un mundo más acorde con estos nobles objetivos.
La paz del mundo –no hay que olvidarlo– empieza por nuestra propia paz interior. ¡Convirtámonos, desde adentro, en los agentes de paz que estamos llamados a ser!
Y cuando hablo de paz no me refiero únicamente a la paz entre los seres humanos. Hablo también de la paz con la naturaleza, con todos los seres sintientes y con la tierra –esa “casa común” de que habla el papa Francisco– que nos alberga.
Hace apenas dos semanas, su santidad promulgó la exhortación apostólica Laudate Deum sobre la crisis climática, que da continuidad a su carta encíclica Laudato si’, que trató también sobre este tema.
Nos advierte el santo padre que “no tenemos reacciones suficientes mientras el mundo que nos acoge se va desmoronando y quizás acercándose a un punto de quiebre”.
Y nos recuerda “que el impacto del cambio climático perjudicará de modo creciente las vidas y las familias de muchas personas (…) en los ámbitos de la salud, las fuentes de trabajo, el acceso a los recursos, la vivienda, las migraciones forzadas, etc.”.
Debemos atender su llamado, que hace eco a millares de científicos y académicos que han venido advirtiendo desde hace años sobre la gravedad de la situación ambiental.
La crisis climática es la verdadera crisis existencial de la humanidad y está muy ligada con las guerras y los conflictos. Piensen en los cientos de miles de personas que se han desplazado por las inundaciones o sequías, por la falta de agua para su consumo o para sus cultivos, por las temperaturas extremas, y por la pobreza que todo esto causa.
Por eso tenemos que hacer la paz con la naturaleza. Así me lo dijeron los sabios indígenas de mi país, en la Sierra Nevada de Santa Marta, cuando acudí ante ellos el 7 de agosto de 2010, antes de posesionarme como presidente de Colombia.
Y tenían toda la razón. Hoy estamos pagando las consecuencias de nuestra negligencia, mientras los líderes mundiales, en lugar de afrontar con seriedad esta emergencia, siguen enfrascados en suicidas carreras armamentistas y competencias por el poder y el territorio.
¿De qué servirá el poder –me pregunto– cuando ya no haya territorio?
El poder –bien lo sabe un verdadero católico– es para servir, es para sembrar, es para compartir, es para amar. Cualquier otro supuesto poder no es más que un espejismo.
Apreciado cardenal Parolin y queridos amigos:
Me siento muy honrado de estar hoy con ustedes y de ser el primer receptor del Premio Internacional Achille Silvestrini por el Diálogo y la Paz.
Lo recibo como un reconocimiento al trayecto recorrido, pero sobre todo como un compromiso para no cesar en mi empeño en trabajar por la paz en los pueblos, entre los pueblos y de los pueblos con la naturaleza.
Quiero terminar estas palabras recordando la hermosa Oración por nuestra tierra, contenida en la parte final de la encíclica Laudato Si’ del papa Francisco.
Hagamos nuestra esta plegaria, porque es una plegaria que nos acerca al verdadero sentido de la vida:
“Dios omnipotente, que estás presente en todo el universo y en la más pequeña de tus criaturas, Tú, que rodeas con tu ternura todo lo que existe, derrama en nosotros la fuerza de tu amor para que cuidemos la vida y la belleza.
“Inúndanos de paz, para que vivamos como hermanos y hermanas sin dañar a nadie.
“Dios de los pobres, ayúdanos a rescatar a los abandonados y olvidados de esta tierra que tanto valen a tus ojos.
“Sana nuestras vidas, para que seamos protectores del mundo y no depredadores, para que sembremos hermosura y no contaminación y destrucción.
“Toca los corazones de los que buscan sólo beneficios a costa de los pobres y de la tierra.
“Enséñanos a descubrir el valor de cada cosa, a contemplar admirados, a reconocer que estamos profundamente unidos con todas las criaturas en nuestro camino hacia tu luz infinita.
“Gracias porque estás con nosotros todos los días.
“Aliéntanos, por favor, en nuestra lucha por la justicia, el amor y la paz”.
Amén. Y muchas gracias.
Cari amici e amiche,
il 26 settembre 2016 vivemmo un grande evento per la Colombia e il mondo. Quel giorno a Cartagena de Indias, dinanzi a capi di Stato e testimoni da tutto il mondo, venne firmato l’accordo di pace tra lo Stato colombiano e i movimento guerrigliero delle Forze Armate Rivoluzionarie di Colombia (FARC). Un accordo che metteva fine a mezzo secolo di cruento conflitto con il gruppo armato illegale più potente e più longevo dell’emisfero occidentale.
Non fu facile arrivare a quel momento. Furono necessari ardui anni di negoziazioni affinché quei guerriglieri accettassero di deporre le armi, di sottomettersi all’autorità delle istituzioni statali e di reinserirsi – disarmati – nella vita civile e politica.
Non furono facili, tuttavia, nemmeno i giorni che seguirono quel 26 settembre. Sottoposi l’accordo di pace a un plebiscito nelle urne e i voti contrari superarono per un margine minimo quelli favorevoli. Difficile da credere!
Le menzogne e le false notizie diffuse da un’opposizione ostinata – che preferiva continuare la guerra anziché fare le concessioni che ogni accordo di pace implica – convinsero la metà dei votanti. Ma questo risultato non ci scoraggiò.
Ascoltammo le obiezioni di coloro che si opponevano all’accordo, ci sedemmo a rinegoziarlo con le FARC e, alla fine, arrivammo a un nuovo testo che integrò la stragrande maggioranza delle preoccupazioni espresse. La pace fu salvata, e più di tredicimila guerriglieri abbandonarono il cammino della violenza, consegnarono le proprie armi e ritornarono alla legalità!
Questo tortuoso cammino per far tacere le armi fu riconosciuto, appena cinque giorni dopo il risultato sconfortante del plebiscito, dal Comitato per il Nobel norvegese, che conferì a me – e, nella mia persona, ai Colombiani che avevano reso possibile l’accordo di cessazione del conflitto e ai milioni di vittime che questo aveva provocato – il massimo riconoscimento della pace. Ma fu riconosciuto altresì, con un gesto che apprezzai moltissimo, dalla Comunità Francescana, che mi conferì la Lampada della Pace di San Francesco d’Assisi.
Nel corso di questo lungo cammino, la Colombia ha goduto sempre dell’appoggio fermo e deciso della Chiesa cattolica, ad opera nientemeno che di Papa Francesco.
Lei, caro cardinale Pietro Parolin, come Segretario di Stato della Santa Sede, è stato testimone d’eccezione di questo sostegno e, non a caso, ci accompagnò a Cartagena quel 26 settembre – poco più di sette anni fa – per avallare, con la sua presenza, l’impegno della Chiesa per la pace in Colombia. Diverse volte mi incontrai con il Santo Padre per metterlo al corrente dei progressi nel perseguimento della pace e ho ricevuto sempre da parte sua una voce di incoraggiamento e un
sostegno senza esitazioni.
Ricordo che, una volta che andai a visitarlo in Vaticano, Sua Santità, nel salutarmi, mi disse: “Lei è la persona per la quale prego tanto, tanto”. Ne fui onorato e allo stesso tempo – devo confessarlo – un poco preoccupato… “Se il Papa deve pregare tanto per me, allora mi trovo davvero in gravi difficoltà”, pensai.
Ma le sue preghiere non furono vane, né lo fu l’accompagnamento della Chiesa. L’anno successivo alla firma dell’accordo di pace, avemmo la gioia di ricevere in Colombia il Sommo Pontefice, il quale definì il suo viaggio “il primo passo verso la riconciliazione”.
Francesco venne a ricordarci che firmare la pace, con tutti gli sforzi che questo implica, è la parte più facile del processo. Ciò che è più difficile è avanzare – cominciando con il primo passo – verso una vera riconciliazione, ossia, verso la costruzione di un paese che superi gli odi e i rancori; che riconosca la verità, indennizzi le vittime e si impegni alla convivenza pacifica.
Da allora sino ad ora, l’attuazione dell’accordo di pace è proseguita, non senza inciampi, e oggi possiamo dire con soddisfazione che più del 90 per cento degli ex combattenti firmatari dell’accordo rimangono nella legalità.
La violenza continua, purtroppo, nell’azione di alcuni gruppi dissidenti e di altri gruppi minori o bande di narcotrafficanti che continuano a seminare terrore e morte.
È la storia dell’umanità! Una storia di ombre e luci, di speranze e disillusioni, che è stata la costante sino ai giorni nostri, non solo in Colombia ma in tutto il mondo.
Cosa bisogna fare – ci chiediamo – affinché noi esseri umani smettiamo di ucciderci, di maltrattarci gli uni gli altri e di volerci imporre con la forza?
La risposta, forte e chiara, l’aveva data il cardinale Achille Silvestrini, il grande diplomatico della pace, del quale siamo qui a celebrare il centenario: bisogna DIALOGARE; sempre, in ogni momento, bisogna dialogare.
Perché soltanto il dialogo costruisce la possibilità di un futuro di pace. Perché soltanto il dialogo è in grado, eventualmente, di avvicinare i nemici e far sì che si siedano a un tavolo a costruire una via d’uscita diversa per le proprie divergenze.
Quando rinunciamo al dialogo, rinunciamo alla pace.
E con chi si dialoga? Non con gli amici, bensì con gli nemici, con gli oppositori, quelli che ci rendono la vita impossibile. Perché soltanto parlando con loro, con insistenza e persistenza, si può raggiungere la meta della convivenza.
Mandela diceva che l’arma migliore è sedersi e dialogare.
Guardiamo ai conflitti che in questo momento mettono il mondo in allarme…
Il cruento attacco di Hamas al popolo di Israele e le dure ritorsioni che lo hanno seguito. L’invasione russa dell’Ucraina. Le continue guerre in Siria, Libia, Yemen, nel nord dell’Africa e tante altre che non occupano i titoli dei media del mondo. La violazione sistematica dei diritti umani da parte di governanti autoritari.
Dietro ogni missile, ogni granata, ogni attacco e ogni contrattacco, si rileva un denominatore comune: la rinuncia al dialogo, la mancanza di persistenza nel dialogo, e la mancanza di fiducia nella sua capacità di risolvere conflitti, per quanto antichi siano.
Quando si chiudono i tavoli di negoziazione, quando si interrompono i canali diplomatici, quando si respingono le voci dei moderati, crescono lo sconforto, l’ira e l’impotenza, e in ultimo sono gli estremisti quelli che prendono il controllo.
«La guerra non è che la continuazione della politica con altri mezzi» diceva Clausewitz. Permettetemi di dissentire dal celebre militare prussiano. Non possiamo continuare a essere d’accordo con questa affermazione.
La guerra – in modo pure e semplice – è il fallimento della politica.
Per questo, dinanzi ai tamburi di guerra, al clamore della vendetta e alla glorificazione della violenza, qualcuno deve fermarsi e ripetere ciò che è ovvio, ciò che Gandhi riassunse molto bene quando esclamò: “Occhio per occhio, e il mondo diventa cieco”.
Stimati amici e cari studenti del Collegio Universitario Villa Nazareth:
Quando il cardinale Domenico Tardini fondò questa istituzione – in seguito diretta dal cardinale Silvestrini e attualmente dal cardinale Parolin – per ospitare studenti con grandi meriti accademici che necessitassero di sostegno economico, ebbe grande buonsenso.
Non c’è nulla di più importante della formazione e dell’educazione dei giovani – non solo in ambito accademico, ma anche nei valori – per la costruzione di un futuro migliore per l’umanità.
Lo hanno detto i grandi pensatori di tutti i tempi: “Il cambiamento comincia da sé stessi”.
Le società non cambiano né si evolvono da sole. Sono le persone che ne fanno parte che hanno la responsabilità di condurle verso istanze di maggior progresso, felicità e pace.
Il nostro più grande contributo alla pace, al cambiamento di mentalità per raggiungere il bene comune, è che ognuno di noi lavori alla propria pace interiore, in connessione con la propria essenza divina, riconoscendo il compito che gli permetta di esprimere il meglio di sé.
Se ciascuno manifesta la propria luce, se ciascuno – nel proprio ambiente – si fa ambasciatore di pace, portatore continuo di pace, tutto inizia a cambiare in modo esponenziale.
Le notizie ci mostrano soltanto la fase oscura del pianeta; si concentrano sui luoghi nei quali l’odio e la paura generano distruzione. Ma se allontaniamo lo sguardo dal televisore o dal giornale e ci guardiamo intorno, scopriremo che la stragrande maggioranza di noi esseri umani è pacifica, e che vogliamo vivere in armonia, lavoriamo per il benessere degli altri e per la costruzione di un mondo migliore.
È facile cadere nello sconforto se si pensa che tutto dipenda dagli altri. Il più grande motivo di speranza, invece, è renderci conto – una volta per tutte – che tutto dipende DA NOI. Che siamo responsabili e co-creatori del mondo che abitiamo e che, se crediamo nel dialogo e nella tolleranza, potremo avere un mondo più conforme a questi nobili obiettivi.
La pace del mondo – non bisogna dimenticarlo – inizia dalla nostra pace interiore. Trasformiamoci, dall’interno, negli agenti di pace che siamo chiamati a essere!
E quando parlo di pace non mi riferisco soltanto alla pace tra gli esseri umani. Parlo anche della pace con la natura, con tutti gli esseri sensienti e con la terra – questa “casa comune” della quale parla Papa Francesco – che ci ospita.
Solo due settimane fa, Sua Santità ha promulgato l’esortazione apostolica Laudate Deum sulla crisi climatica, che dà seguito all’enciclica Laudato si’, che concerneva lo stesso tema.
Il Santo Padre ci ammonisce che “non reagiamo abbastanza, poiché il mondo che ci accoglie si sta sgretolando e forse si sta avvicinando a un punto di rottura”1.
E ci ricorda “che l’impatto del cambiamento climatico danneggerà sempre più la vita di molte persone e famiglie (…) in termini di salute, lavoro, accesso alle risorse, abitazioni, migrazioni forzate e in altri ambiti”.
Dobbiamo rispondere al suo appello, che fa eco a migliaia di scienziati e accademici che da anni ci avvertono della gravità della situazione ambientale.
La crisi climatica è la vera crisi esistenziale dell’umanità ed è strettamente legata alle guerre e ai conflitti. Pensate alle centinaia di migliaia di persone che si sono spostate a causa di inondazioni o della siccità, a causa della mancanza di acqua per il consumo umano o per le proprie coltivazioni, a causa delle temperature estreme, e a causa della povertà che tutto ciò provoca.
1 La traduzione di questa e delle successive citazioni tratte dall’esortazione apostolica Laudate Deum del Santo Padre Francesco sono state riprese dalla traduzione ufficiale in lingua italiana, la cui fonte è accessibile sul sito della Santa Sede.
Per questo dobbiamo fare pace con la natura. Così mi dissero i saggi indigeni del mio Paese, nella Sierra Nevada de Santa Marta, quando mi recai dinanzi a loro il 7 agosto 2010, prima di assumere la carica di Presidente della Colombia.
E avevano assolutamente ragione. Oggi stiamo pagando le conseguenze della nostra negligenza, mentre i leader mondiali, anziché fare fronte con serietà a questa emergenza, continuano a essere assorbiti da corse agli armamenti suicide e contese finalizzate al potere e al territorio.
A cosa servirà il potere – mi chiedo – se non vi è più territorio?
Il potere – lo sa bene un vero cattolico – è per servire, è per seminare, è per condividere, è per amare. Qualsiasi altro presunto potere altro non è che un’illusione.
Stimato cardinale Parolin e cari amici:
Sono molto onorato di essere qui oggi con voi e di essere il primo a ricevere il Premio Internazionale Achille Silvestrini per il Dialogo e la Pace.
Lo ricevo come un riconoscimento del cammino percorso, ma soprattutto come un impegno, per me, a non smettere di operare per la pace nei popoli, tra i popoli e tra i popoli e la natura.
Voglio terminare questo discorso ricordando la bella Preghiera per la nostra terra, contenuta nella parte finale dell’enciclica Laudato Si’ di apa Francesco.
Facciamo nostra questa supplica, perché è una supplica che ci avvicina al vero senso della vita: “Dio onnipotente, che sei presente in tutto l’universo e nella più piccola delle tue creature, Tu che
circondi con la tua tenerezza tutto quanto esiste, riversa in noi la forza del tuo amore affinché ci prendiamo cura della vita e della bellezza.
“Inondaci di pace, perché viviamo come fratelli e sorelle senza nuocere a nessuno. O Dio dei poveri, aiutaci a riscattare gli abbandonati e i dimenticati di questa terra che tanto valgono ai tuoi occhi.
“Risana la nostra vita, affinché proteggiamo il mondo e non lo deprediamo, affinché seminiamo bellezza e non inquinamento e distruzione.
“Tocca i cuori di quanti cercano solo vantaggi a spese dei poveri della terra.
“Insegnaci a scoprire il valore di ogni cosa, a contemplare con stupore, a riconoscere che siamo profondamente uniti con tutte le creature nel nostro cammino verso la tua luce infinita.
“Grazie perché sei con noi tutti i giorni.
“Sostienici, per favore, nella nostra lotta per la giustizia, l’amore e la pace. 2
Amen. E grazie.